Historia o realidad: “Por una Semilla”
Cuando a Amanaje le comunicaron que no podía plantar más de su semilla se le escapó una sonrisa en su rostro. Pensó que era una broma, y si no fuera porque se lo decían como enojados se hubiera echado al suelo a reírse con gusto. Ya hasta se le dificultaba recordar cuantas generaciones llevaba ese pequeño granito de maíz en su familia, y ahora se lo prohibían.
Les dijo que sí que no se preocuparan, pero en verdad no alcanzaba a vislumbrar lo grave de la cuestión. Era la primera vez, que esos hombres vestidos con trajes llegaban hasta su lejana población. Según ellos, sólo venían a advertirle y no querían tener que volver porque tal vez entonces, los modos serían distintos. Y mientras Amanaje pensaba que sería eso de “modos distintos” los hombres se retiraban hablando entre ellos.
A sus espaldas, quedó el silencio, los árboles batiéndose al viento, y las preguntas. ¿Quiénes eran? ¿Cómo saberlo si no se les veían los ojos detrás de las gafas negras? Pero Amanaje prefirió no saberlo. En la aldea, otros pobladores habían recibido la misma visita y tenían miedo, otros no conseguían tomar en serio tal absurdo. Entonces, se reunieron en asamblea, pensaron en conjunto y decidieron continuar con sus vidas como si nada hubiera acontecido. Así, pasó una semana tal vez dos. Los campesinos cosecharon el trigo y como de costumbre guardaron poco menos de la mitad en sus almacenes para el próximo cultivo, todas las familias tenían en sus casas un lugar reservado para el banco de semillas. Y un día cuando el sol estaba atravesando el centro del cielo, los hombres volvieron.
Esta vez, traían consigo pesadas bolsas de semillas, y las ofrecían amablemente alegando que eran superiores a todo lo antes visto. No requerían trabajo alguno. Si querían plantar en los pastizales tiraban un líquido que ellos mismo producían y la tierra quedaba limpia y pronta para el cultivo, luego se lanzaban las semillas y unos días después un mejorador para ayudarlas a crecer, después sólo quedaba esperar, además, ningún bicho incomodaría a la plantación.
– Les agradecemos, pero nosotros tenemos nuestras propias semillas –respondieron los pobladores.
– Y, además, no tenemos dinero –decían otros.
-Sus semillas ¿soportan el fuego? –preguntó uno de los hombres.
Pero nadie comprendió esa pregunta que tuvo como respuesta un gran silencio de montaña.
Los hombres se fueron, pero dejaron en cada casa un paquete de semillas sin pedir a cambio ni una moneda.
–Experimenten, es la única forma de comprobar –les decían.
Los campesinos, quedaron el resto de la tarde pensando, en silencio, en un estado casi meditativo. Ninguno conseguía abarcar los hechos, nadie comprendía. El sol se durmió en el lomo de una montaña, mientras la luna despertaba en otra. La aldea quedo en el mayor de los silencios: el silencio de los sonidos nocturnos, cuando en medio de la noche los sorprendió una luz intensa y todos salieron a ver.
El fuego ardía sobre al menos tres plantaciones, algunos campesinos se pusieron a desviar las acequias hacia el lugar y otros se pusieron a danzar y a cantar. La lluvia no tardó en llegar, les obedecía como a pocos. Dicen, que en la ciudad no cae lluvia, pues allí no falta. Y el fuego se fue, dejando en cenizas las plantaciones.
Los pobladores no dejaban de mirarse unos a otros atónitos, algunos recordaban las historias de guerra de sus abuelos y querían espantarlas de su memoria. ¿Otra vez el hombre blanco en tierras ajenas? Tan lejos se habían retirado a donde ya nadie quiere estar, todo para poder estar en paz y ahora el fuego…Se reunieron en medio de la noche en una gran casa de paja y largas horas debatieron hasta que decidieron que debían enviar a Amanaje a la ciudad. El averiguaría que estaba sucediendo. Pero antes debían proteger las semillas.
Una semana entera estuvieron metidos en el monte hasta que al fin lo consiguieron. Construyeron varios almacenes separados para guardar los valiosos granos. Y como no olvidaban un antiguo dicho que decía que el mejor lugar para guardar las semillas es la tierra, plantaron, en varios lugares donde el sol llegaba al menos unas horas en el día diferentes especies que llevaban consigo desde hacía muchos años. Así fue, que Amanaje partió a la ciudad enterado por sus padres de que había una pequeña casa que albergaba a los pobladores que estaban de paso. A poco tiempo de llegar Amanaje se sentía muy cansado, no podía respirar el aire de allí sin sentirse dañado. Todo era muy rápido, y todo el tiempo se veía atrapado entre masas de transeúntes que lo empujaban de aquí para allá. Luego de algunas horas llegó a la casa de la que le habían hablado y la encontró vacía, con puertas y ventanas tapadas con maderas. Quiso preguntar qué había pasado pero nadie le entendía o no le querían responder.
La noche lo encontró vagando sin rumbo por las calles de la ciudad, no tenía a donde ir y no estaba seguro de cuál era su misión allí. Durmió con los ojos abiertos en el banco de una plaza esperando el amanecer para sentir un poco de calor.
-Dígame- lo sorprendió una voz de mujer- usted con seguridad no es de por aquí. ¿O me equivoco?
Y todavía no había respondido cuando la mujer agregó: -Acompáñeme, debe tener hambre. Amanaje la siguió todavía sin poder emitir palabra alguna, no conseguía sacarse la modorra de encima.
-¿Que hace por aquí un nativo de las montañas? –Pregunto ella.
– Pues, es una cuestión de semillas. –Dijo él.
Era la primera vez que pisaba la ciudad y nunca se había imaginado que a veces ocultar la verdad es más seguro que expresarla. Ella lo llevó a una habitación pequeña en un apartamento humilde. Sabía o suponía de donde venía. Intuía que lo traía a la selva de cemento y quería ayudarlo. Ni se imaginaba lo extraño que se sentiría un aborigen en un lugar tan horrible.
– ¿Es que llegaron a su aldea con la prohibición de las semillas? –Preguntó ella.
-Sí. ¿Cómo es que usted sabe? –Respondió el con ingenuidad
-No pensé que demorarían tanto, acá en la ciudad, en los campos cercanos y también los lejanos ya nadie puede plantar una semilla que no sea comprada.
– A los señores de negro. –dijo Amanaje.
-A los señores de negro. –repitió ella.
Y señalando un ropero que abrió con una mano le dijo sonriendo: -Mire, así si se puede plantar, mientras ellos no lo sepan.
Dentro del armario había varias macetas con plantas ya grandes, iluminadas por una lámpara.
-Un poco de tierra, bastante paja- continuo sin perder la sonrisa del rostro.
– Ah, y se las riega con agua y orina.
-Sí. Orina. –repitió. A Amanaje le parecía cada vez más bonita.
-Las semillas las escondemos para no perderlas, pero mejor hable usted, que si no habla yo no me callo. Aquí nadie la deja hablar a una demasiado.
Amanaje sonrió sin saber bien porque y dijo: -Los hombres de negro llegaron a mi pueblo, dejaron las semillas y quemaron algunas de nuestras plantaciones. La asamblea me envió para que les lleve noticias de lo que está aconteciendo aquí en la ciudad, donde todo sucede con anticipación.
-Pues lo que pasa aquí, es que ya nadie tiene semillas propias porque las desaparecieron o las contagiaron las plantas deficientes que ellos venden. –dijo la mujer- y si se quiere volver a sembrar hay que comprar mas. Y eso no es todo: si cultivas una semilla propia a siete kilómetros de una de ellos, estas se reproducen y se le transmite a la tuya esa deficiencia.
Y como vio que Amanaje la miraba sin comprender continuo diciendo: -Ellos venden granos que brotan, florecen y hasta dan frutos, solo que las semillas que de ahí salen son estériles. Como en el campo casi todo el mundo compra sus granos, ahora solo queda convencerlos a ustedes. De cualquier manera a cualquier costo.
Amanaje quedo en silencio y ella continuo: – Por cierto, mi nombre es Luz. El respondió con su nombre y le extendió la mano. Ese día descanso en la pequeña habitación mientras luz salía a trabajar.
A la noche ella le informó bastamente acerca de la situación. Algunos, los mas jóvenes, intercambiaban semillas a escondidas, plantaban en armarios, con agua y sin tierra; otros llevaban sus plantas a los montes y las visitaban de vez en vez. A veces aparecían arboles plantados en cualquier esquina, cualquier noche oscura. Era la resistencia.
Los más comían verduras casi sin nutrientes. Los menos intentaban, al menos, plantar plantas donde no eran observados. Así pasaron algunos días durante los cuales Amanaje conoció varias personas. Ellos interesados por el. El por ellos. Aprendió y enseñó durante horas de encierro. No podían hablar de cosas semejantes en plazas o parques. Tenia que ser en cuartos cerrados o en algún monte cercano que, dicho sea de paso, había pocos. Los únicos arboles estaban en las plazas, o bien lejos del centro, y no daban frutas. Una estrategia para venderlas en el mercado, decían sus nuevos amigos.
Hasta que llego el día en que el joven aborigen decidió regresar a su población. No soportaba mas pisar cemento y no tierra. Andar calzado. Usar ropas. Así que hablo con Luz y le propuso que lo acompañase. Si le gustaban las plantas aquel lugar le iba a encantar. Ella dudo varios días y luego se entregó a la fluidez de los acontecimientos. Dejo su trabajo, le encargo a sus amigos el cuidado de sus plantas de armario y partió con Amanaje.
Cuando llegaron a la aldea la situación no era mucho menos agradable. Los hombres de negro habían regresado por el resto de las plantaciones y los pobladores estaban desesperanzados. Unos habían decidido partir para la ciudad. Otros ya estaban queriendo plantar las semillas extranjeras.
A unos Amanaje les contó la odisea de la vida en el cemento y a los otros les explicó la situación de las plantas en el mundo, unos escuchaban atentos, otros se dejaban llevar por la tristeza. Todos estaban alimentándose a base de lo que almacenaban durante cada cosecha y algunas frutas y hierbas de los montes, pero les preocupaba qué pasaría cuando ya no les quedara nada y no pudieran volver a sembrar. En asamblea se decidió desaparecer los paquetes de semillas de los hombres de negro, así nadie pensaría en usarlas. Se las llevaron lejos para no despertar sospechas y las lanzaron en una gran hoguera con cánticos y danzas.
Ahora se plantaría en silencio, se organizaron en grupos y entraron en el extenso monte del que eran protectores y que conocían como sus propios cuerpos, a un lado y al otro de la montaña se hicieron plantíos diseminados, sin caminos. No precisaban de ellos.
Los espacios plantados eran tan pequeños que de arriba no se veían y de abajo no se distinguían. Todos estratégicamente ubicados para que no les falte el sol.
Las semillas guardadas en la tierra. –repetía Amanaje.
Luz estaba sorprendida, miraba a un lado y al otro árboles diez veces más grandes que los que ya había visto. Gente moviéndose como hormiguitas en cada espacio. Ella había traído sus semillas y las plantaba junto con las de Amanaje, los dos se miraban y no llegaban a comprender que extrañas circunstancias los habían unido.
– Las semillas. –pensaban ambos, y sabían que la idea les surgía a los dos por igual y en el mismo momento.
– Las plantas, la vida…
Su grupo los dejó atrás mientras plantaban un manzano, ella dejó caer sus labios sobre los de él cómo por accidente y el los acepto. Luego se quedaron sin palabras como si ese silencio que el traía de las montañas se hubiese apoderado de todo el ruido que ella traía de la ciudad.
Unos días después, los hombres de negro volvieron sonriendo.
-¿Plantaron las semillas? –preguntaron. Pero nadie respondió.
Entonces los hombres dieron una larga caminata y no encontraron ninguna plantación.
-¿Qué paso con las semillas?
Silencio. Los pobladores habían decidido no hablarles.
Cuando se encontraron con Luz imaginaron que algo estarían tramando y tomaron represarías.
Golpearon, insultaron, amedrentaron pero no consiguieron una sola palabra. A causa de ello algunos aldeanos se sintieron vencidos y marcharon a la ciudad. Los que decidieron quedarse se turnaban para salir en grupos al monte a sembrar semillas.
Para los hombres de negro esta aldea no era de mayor importancia por plantar sólo para el consumo propio y no para el mercado, pero no podían soportar que alguien no comprara sus semillas. Por eso volvieron y se internaron en el monte pero pronto se perdieron.
Amenaje los seguía sigilosamente sin que lo vieran y les dejaba marcas para que siguieran el camino equivocado. Ellos lo seguían.
Pasaban las horas y los hombres desesperaban. Al caer la noche los hombres seguían perdidos y no tenían ni un fósforo para encender una fogata. Al poco rato la fría oscuridad de la montaña les envío una helada. Sus dientes rechinaban y sus cuerpos no paraban de temblar. Amanaje, hijo del monte, estaba como en su casa y cantaba a los espíritus protectores de los árboles y las plantas. Los hombres de negro nunca habían sentido tanto miedo, no solo por los extraños cánticos, sino también porque los espíritus venían y danzaban a su alrededor.
Al amanecer Amanaje estaba sentado al lado de la cama de Luz observándola dormir. Ella despertó y el fue su primera visión. Se abrazaron y ese abrazo es, fue y será un abrazo atemporal, que dura con y a pesar del tiempo. Ella decidió cambiar el cemento por el barro y las plantas del armario por los montes. Muchos de sus amigos hicieron lo mismo cuando se enteraron de la victoria.
De los hombres de negro no se supo nada más, si despertaron seguro estarán perdidos en las montañas por siempre, si no lo hicieron podría decirse que se los comió la tierra.
Por Alan detierra